2024 | NAVIDAD 83 EL RELATO Allí están Antonio y su hijo Ángel, aferrados al oso Abel, aquel muñeco de trapo que recorrió tantas infancias pasadas pero que se hizo símbolo de lo que nos une desde el ayer hasta el mañana. Está el duende Tristán, alborozado, repartiendo calcetines extraviados, porque el auténtico lujo de la Navidad es tener a alguien que te haga feliz. Está María, con las manos vacías, porque el tiempo termina por curar las heridas, porque nadie tiene por qué permanecer aferrado a quien no le quiere; porque todo el mundo tiene derecho a romper con su pasado y a dejar que la tormenta arrase con todo, incluido un inocente par de zapatos. Es curioso que esté charlando con Esther y con Carlos, las manos entrelazadas, porque el tiempo termina por curar las heridas; porque nadie tiene por qué permanecer lejos de aquel a quien más quiere; porque todo el mundo tiene derecho a recuperar su pasado; porque la vida es como una gota de agua que se escurre por el ojo de una aguja y hay que sorberla y dejar que la tormenta te sorprenda siempre aferrado a algo, aunque sea un billete de American Airlines rumbo a Nueva York. A su lado, discreto, está Álvaro, el pr imer esbozo del José Antonio de la novela “Tiempo de Tránsi to” , hacedor de los trenes de mercancías más bonitos del mundo, que sostiene del brazo a Jacobo, aquel ladrón de l ibros que le enseñó que sea cual sea tu invierno el último tren también puede ser el primero. Ambos dibujan una sonrisa tímida, que el autor devuelve con la más agradecida de sus miradas, mientras se acerca Patricia, esa mujer siempre tan bella, tan firme, tan sincera, que se adelanta y le da un abrazo desde la paz de quien ha encontrado por fin el sentido al ajetreo de sostener el pulso vital de toda la familia. Tierna, desliza en el bolsillo de la chaqueta del autor aquel cerdito de cerámica que le regaló su madre en el lecho de muerte y que entre poema y poema le devolvió a todas las cosas su sentido. —Gracias -se le oye explicar. Es la misma palabra de Andrés, que ha venido con Marcos, Perico, Alba, Ángel, José Ignacio, Maribel, Mario, Cristina, Daniel, Marta, Clara e Inés, esa familia reunida en torno a la mesa de Navidad casi como quien acude a las Urgencias del hospital y que encuentra en su anciano padre el refugio, el consuelo y la esperanza para todos los males y dif icultades. No hay mejor medicina. Su jolgorio contrasta con la mueca siempre arrepentida de ese otro Andrés, obsesionado con el poder de alterar las vidas desde la insignificancia de las casualidades y las causalidades y que, en todo caso, aprendió gracias a su psicóloga que en la vida no hay nada más inútil que pretender tener siempre la razón. —Y qué si la tienes. ¿Para qué la quieres? -le reprocha vehemente el autor a ese su otro yo, mientras estrecha con gratitud las manos de la psicóloga. Seguro que no le hubieran ido nada mal un par de sesiones con ella a Pili, y por qué no también a su marido, Pepe, que han venido con su Jose y con las niñas y juraría que con la nuera Françoise. Cuántos miedos absurdos nos atenazan a la hora de expresar nuestros sentimientos, pero qué valientes fueron Pili y Pepe al reivindicar que una madre y un padre nunca molestan, que es necesario viajar hasta donde sea para llamar a la puerta y que no hay más dicha que volver a casa por Navidad. Corretean las nietas subidas a las sillas, como si fueran un puente colgante, y saltan por encima de una mujer que, serena y retraída, permanece sentada con los codos apoyados en un inmenso l ibro, insoportable desahogo de ese amor al que f inalmente perdonó pero aún no regresó. El autor la saluda, respetuoso, con la mano alzada desde la distancia, y ella sonríe, con ternura, comprendida, ante el derecho que todos tenemos a, cuando atravesamos dificultades o cuando nos asfixia la melancolía y la nostalgia, dejar que la Navidad también sea un momento de austeridad emocional. Austeridad a veces también impuesta, como sucedió durante la pandemia, para luego implosionar en esa carrera efervescente por recuperar el tiempo perdido y darnos cuenta de que en medio del drama más profundo la vida siempre sale adelante, a menudo de la mano de aquellos que no vemos y que tenemos delante.
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