NAVIDAD 2024

2024 | NAVIDAD 82 EL RELATO —Querido, querido, qué bueno que has venido, bienvenido, bienvenido. —Gracias -responde abrumado el autor, que tras tender la mano y recibir hasta dos reverencias del bedel, se ve arrastrado a un sincero abrazo. —Adelante, adelante, estamos todos, bueno casi todos, pero usted lo comprenderá mejor que nadie, aun así hemos venido casi todos, casi todos. Y sí, están casi todos. Hay en el centro una robusta mesa de madera cubierta con un mantel de papel. Las sillas rodean la estancia, apoyadas en cada pared. Sólo hay en el techo una lámpara con el mismo esquinazo roto y la misma bombilla amarilla que brillaba interrumpida en su habitación de chico en Madrid. El aperitivo reposa en platos de plástico, como los vasos, como en los cumpleaños, como la guirnalda que decora uno de los muros y en la que se lee, mate: “Felices VEINTE NAVIDADES”. Hay cierto bullicio de reencuentros y empatías, de recuerdos y caridades. Y eso que al l í nadie conoce a nadie o más bien no deberían conocerse, pero todos tienen las mismas raíces, la misma conciencia, los mismos valores, han sido fabricados con los mismos retales, cosidos con las mismas piezas, todos son tan distintos, pero todos son el mismo padre, la misma madre, el mismo abuelo, la misma hija, el mismo novio, la misma soledad, el mismo refugio, el mismo desamparo, la misma esperanza y la misma fe junto a la misma evanescencia de haber regresado todos y cada uno de ellos del ayer, de haber aspirado un ef ímero presente y de haber quedado vagando en ese más al lá de los cuentos perdidos, que es el mañana a donde viajan esas pequeñas historias que alguien escribió, alguien leyó y nadie recuerda más que en la impronta indetectable que deja, en el electrocardiograma de cada corazón, una risa, una lágrima, una emoción. Permanece el autor bajo el quicio, ante la mirada nerviosa de Portales, que no sabe cómo captar la atención de los presentes. Finalmente, articula unas torpes palmadas e interrumpe la velada. —Por favor, amigos, por favor. Por fin ha llegado. Se hace el silencio en la sala, se elevan los rostros expectantes y el autor queda en el centro de todas las miradas. Nadie se atreve a romper ese instante en el que todos se vuelven de nuevo a sentir vivos, a sentirse reconocidos, a sentirse encontrados. Para el autor es un estal l ido atómico de fantasmas, de melancolías y nostalgias, de propósitos y fracasos, de sorpresas y hal lazgos, de gritos y soledades, de si lencios y regresos, de besos y l lantos, de traumas y anhelos, de sueños y perdones, todo al l í , de golpe, frente a frente, encarnado en todos esos personajes surgidos tras veinte años ininterrumpidos escribiendo relatos navideños. Se muerde el autor los labios, entre el rubor y la congoja, se mira a ese espejo que es el resumen de todo lo que ha bullido, bulle y bullirá en nuestras vidas e intenta articular palabra, pero no le dejan. Alguien inicia un aplauso y la ministra se abre paso para dar el primer abrazo. El la, de rojo caramelo, domina el espacio, el tempo, se siente anf itriona, aunque haya sido la última en l legar. —Ves como no soy ni tan maniática ni tan mala como me pintas. Mira qué fiesta tan bonita hemos montado. Anda, toma, guárdatelo de recuerdo -le dice la ministra al autor tendiéndole el San José “casi” decapitado, pues el pegamento sigue aguantando tras el golpe del año pasado. El autor toma la figura sin pensarlo, sin saber qué decir y cuando va a decirlo sin poder apenas decir, porque todos se aproximan a saludarlo y Ginés Portales permanece a su vera intentando introducirle a cada personaje, aunque el autor no necesita presentaciones de tanto que los imaginó. Porque allí está Rubén, recién nacido, trajinando con un puñado de espumillones y una bola dorada en la que quedó eternamente impreso el reflejo de su rostro y el de su padre. Al l í está el abuelo Fel ipe, con su garrota de mi l nudos y esos bizcochos de soletilla que siguen recordándonos la importancia de las pequeñas cosas.

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