NAVIDAD 2022

85 NAVIDAD 2022 EL RELATO de tender en los balcones. Estaba aquella terraza en la que siempre colgaban unos sostenes inmensos verdes y amarillos, pues justo encima vivían ellos y no había una tarde que no estuviera en la cuerda chorreante la camiseta con el nueve. El chico casi mata para conseguirlo. Yo creo que ni siquiera tenía aún cumplidos los seis que nos empezó a entrenar el que luego fue presidente del club. ¿El “Charretas”? Eso, el “Charretas”. El que siempre nos gritaba que nos subiéramos las medias. Pues les hizo elegir número el primer día de entreno y cada cual se conformó con el que nadie quería menos este, que se embolicó desde el primer momento con uno de pelo rizado que tenía muy mal perder. ¿Cómo se llamaba? Bueno, da igual. El caso es que el resto se fueron repartiendo las camisetas más o menos por las buenas, pero estos dos llegaron al final y lo peor es que quedaba el 9 y luego el 14. Dios, el ca-tor-ce. ¿Te imaginas? Si ya estaban emperrados por el 9 al principio, imagínate al final. Pues llegó el “Charretas”, lo intentó negociar cien veces y al final tuvo que sacar una moneda. El chico pidió cara, el otro cruz. Nadie supo qué salió. Como para saberlo con aquellas monedas que emitían con tantas moñadas y floripondios y como para discutírselo al “Charretas”. Yo creo que antes de abrir las dos manos y enseñar la moneda vio los ojos rojos del chico y cómo apretaba los puños y le pudo el corazón. Si el rizos lo sentía igual, palmó por tragárselo. Recuerdo perfectamente que sin enseñar lamoneda agarró el “Charretas” la zamarra con el nueve, se la tiró al chico a la cara por no aguantar verle las lágrimas y nada más se volvió a hablar. Escurrían las gotas por las mangas todas las tardes en la cuerda y hacían un charco por lamisma acera que recorrían las beatas de camino a misa de ocho. “Ya está lloviendo otra vez”, decía la viuda de Humberto. Y las otras echaban de inmediato a correr hasta que caían en la cuenta de que era otra colada mal escurrida. Esos ojos rojos del día de la camiseta los vi muchas veces. Ojalá yo hubiera tenido esos ojos rojos con seis años y con cuarenta. Siempre iba callado en el coche cuando nos llevaba su padre a jugar por los pueblos. De vez en cuando se sonreía mientras jugueteaba con la cremallera de la mochila esa verde que nos daban para meter las botas. ¿Te acuerdas un día que nos equivocamos yme traje una que no era la nuestra? Sí, esa vez que te creíste que me había vuelto ordenado porque no había ni cáscaras de plátano ni medias sudadas ni restos de tierra. Pues esa era su mochila, que iba camino de los partido acariciando como si fuera un gato. Luego saltaba del coche, nos agarraba del cuello y decía siempre lo mismo, siempre: “Chavales, hoy ganamos”. Y ganábamos… o no ganábamos, pero se partía el alma, se dejaba la vida, con seis, con catorce, o con veinte años, con esa mirada cada vez que saltaba al campo. Terminaba siempre con las rodillas desolladas y con las cachas del muslo en carne viva de tanto batallar para robar la pelota. El padre siempre le esperaba a la salida con los brazos abiertos. Si había marcado, no le dolía nada y le chocaba al padre la mano, sin más. Si no había marcado pero al menos habíamos ganado, se mordía el labio y nos iba dando palmaditas en la espalda. Si habíamos perdido se echaba toda la culpa y, sin parar de soplarse en las heridas, callaba. No hablaba, nada. ¿Para qué? El padre lo miraba al volante de reojo, con la misma frustración del chico, pero poniéndole palabras a cada jugada, a cada acierto, a cada error, a cada cagada de aquel colegiado calvo y teatrero que siempre pitaba en las tardes más infaustas. El chico se iba reconociendo en el discurso de quien lo conocíamejor que nadie y se iba desinflando y asentía hasta llegar a casa con la suficiente paz interior para levantarse a la mañana siguiente y volver a jugar con la misma pasión. Que era la que tenía el padre, la misma, cuando le acompañaba cada tarde a cada entreno, cada domingo a cada partido, con su gorra de cuadros, su silbidito cada dos por tres para lanzarle ánimos, las manos en los bolsillos reconcomido por los nervios, fuera una final o fuera un simple ejercicio un martes de lluvia cualquiera en aquel campo de tierra donde era un milagro controlar un balón. Se colocaba siempre en la misma banqueta. Solo, para poder rumiar sus neuras y con afán de no molestar, aunque no se podía aguantar. Se levantaba, se sentaba, paseíto, sin perder de vista al chico. Y te cuento todo esto porque, ¿sabes qué es lo más bonito que yo he visto nunca en un campo? Era un partido de esos pesto-

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